Ser testigos de la consolidación de políticos inescrupulosos, corruptos e inmorales -en los primeros lugares de popularidad- no solo refleja la falta de alternativas políticas viables sino de valores fundamentales. Nada nos une en realidad como peruanos en lo que a valores se refiere. De tener algo en común sería una escala flexible de códigos, en el mejor de los casos, pero no una moral definida. Los peruanos no llegamos a ser ciudadanos justamente por ese motivo: por no compartir ni respetar un cuerpo de normas de conducta.
La carencia de valores es evidente en todos niveles socioeconómicos. La prueba que confirma lo anterior es la ausencia de sanción social cuando una figura pública -por lo general un político- comente un delito o una falta moral. Ejemplos hay varios como el del ex empresario televisivo José Enrique Crousillat veraneando en el Boulevar de Asia luego de ser indultado irregularmente por el Ejecutivo. O el caso del presidente del Gobierno Regional del Callao, Álex Kouri Bumachar, quien a pesar de haber conspirado con Montesinos y recibir favores de éste, puede convertirse en el futuro alcalde de Lima.
Nuestra población es incapaz de hacer sentir su rechazo ante las faltas éticas e infracciones legales ya que tolera, acepta y comulga con muchas de las actitudes antiéticas de nuestras autoridades, quienes, al final de cuentas, son producto y viva expresión de lo que siente la sociedad. No es casual ni inexplicable que la política peruana sea como es pues germina en un medio donde todo vale con tal de llegar más alto o sobrevivir.
En este "orden" de cosas resulta imposible pensar que algún día alcanzaremos estándares de vida de países más avanzados ya que en ninguno de estos se da carta blanca a la corrupción. Hemos llegado al punto de conformarnos con lo que tenemos y no aspirar a nada mejor. De ahí que optemos ultimamente entre un ladrón que no hace nada o uno que deja algunas obras durante su paso por el poder. Parecemos condenados a repetir el mismo patrón en cada proceso electoral, es decir, elegir al menos sinverguenza de todos.
En una sociedad democrática moderna es impensable que alguien como Alan García, quien destrozó el país de manera inestimable durante los 80, pudiera retonar muy orondo a la presidencia. También resulta inimaginable que políticos como Castañeda Lossio tentaran altos cargos cuando se sospecha que desfalcó a la Municipalidad de Lima por 21 millones de soles (en el caso de la acreencia de Relima y la venta de este derecho de cobro a Comunicore, una empresa fantasma).
Cuando se destapan escándalos que involucran directa o indirectamente a autoridades en occidente éstas suelen dar un paso al costado para que se les investigue, esto es, se apartan de la vida política y viven recluidos en sus casas. Si la falta es muy grave y las pruebas son contundentes (mucho peor les va si han mentido), el político desaparece rápidamente de escena. Y su carrera concluye prematuramente pues la sanción social es muy fuerte, a tal extremo que obliga al imputado a automarginarse. Tras ser rechazado por su comunidad (el político caído) no tiene más remedio que mantener un perfil bajo. Sin la confianza de ésta no tiene ninguna chance de volver triunfante de sus cuarteles de invierno como fue el caso del ex presidente norteamericano Richard Nixon y muchos otros.
Practicamente no existe un control como el descrito en el párrafo anterior nuestra sociedad. Ante la aunsencia de personalidades connotadas (referentes morales), su ejercio recae a veces en ciertos sectores de la prensa, la que no es del todo fiable pues responde a intereses de determinados grupos de poder (sufren la presión del gobierno o están alineados con éste y con las élites dominantes). Como el periodismo es un negocio antes que un servicio público, así lo establecen las leyes del mercado, la capacidad de obligar a los poderosos a que se rectifiquen está del todo limitada (los periodistas, como en el caso del ex director de Perú 21 Álvarez Rodrich, son fusibles y deben seguir las directivas de los dueños de los medios si quieren conservar sus empleos). Por eso, a partir de lo expuesto, no debería sorprendernos que los que lideran las encuestas sean personajes ligados a la corrupción, violaciones de derechos humanos, etc.
Esto es posible porque dentro de nuestra escala invertida de valores prevalece la 'ley del más fuerte' (el que tiene más poder, contactos e influencias), la cual llegó a su punto culminante con la aparición de la 'cultura combi' del todo vale en los 90 (salir adelante así uno pisotee derechos de terceros). La mayoría de peruanos está tan preocupado en sobrevivir y pagar sus cuentas que no tienen tiempo para pensar en todas estas cuestiones. Es como si el sistema no les dejara otra opción que dedicar casi todo su tiempo y esfuerzo a conseguir dinero y tratar de conservar el puesto de trabajo.
Y los que en teoría pueden analizar críticamemte la situación y demandar cambios (la clase media) no lo hacen porque han logrado cierto bienestar y no desean perderlo impulsando reformas. La vida cómoda que disfrutan los ha vuelto más egoístas, individualistas e irresponsables desde el punto de vista social. Lo colectivo ya no les interesa sino tener acceso a bienes materiales y poder escalar socialmente.
Como nada nos une como peruanos (en lo que a valores se refiere), apelamos a la gastronomía para sentirnos orgullos e identificados; o a iconos de nuestro pasado precolombino como las ruinas de Machu Picchu; o a accidentes geograficos como el río Amazonas o nuestra prodigiosa iodiversidad. Esta alarmante deficiencia es responsable de la sentida desconfianza entre peruanos y de que cumplamos las leyes según nuestra propia conveniencia.
1 comentarios:
Maestro! que buen post.
El tema da para reflexionar y abrir un amplio debate.
Lo que usted menciona puede ser la causa ultima de la desconfianza entre compatriotas.
Nuestro espacio de encuentro es la comida y no nuestro "contrato social".
El individualismo es un fenemeno mundial, pero ese individualismo se da dentro de un "Contrato Social".
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